Por Javier González-Olaechea Franco
Lima, 14 de diciembre del 2020
Si hubiera podido escoger a tres hermanos, en adición a los que la vida me obsequió muy generosamente, el gordo Massa me habría llevado al colegio, sujetándome la mano robándose todo mi afecto fraternal contándome cuentos. Iqueño universal, Alberto fue para mí el último contertulio de una ciudad que desborda en desorden, ruido y chavetas.
De niño su padre lo inscribió en el San Pablo, colegio ilustrado de Chaclacayo, internado, de pocos alumnos, años que consideró maravillosos y de lecturas profundas de clásicos en castellano y en inglés a profusión. Compañero de Bryce al punto que el autor de un mundo para Julius en una memorable conferencia en el hotel Country afirmó que el Alberto era su Alter Ego.
Lo conocí antes de cumplir mis primeros treinta años cuando nos constituimos en soldados rasos en el primer batallón libertario peruano ante el crecimiento de los pastizales estatistas. En el movimiento Libertad encontré en él al primer gran contertulio nacional. Elegante, ocurrente y generoso con la palabra y el saber.
Fue un referente de todo aquel que circulaba por los pasillos del proyecto político. No recuerdo si antes había conocido a Mario, pero era el único partidario que sabía tanto o más que el escribidor de muchas cosas. De historia, de viejas tradiciones limeñas, provincianas y peruanas; y podía sostenerle con fluidez una conversación sustantiva sobre literatura y poesía.
Como abogado recibió un encargo bien avanzada la campaña: averiguar si Fujimori había nacido peruano o como sospechábamos, había llegado en un barco. Fue una misión relámpago y entre sotanas para encontrar la partida de bautismo en el Arzobispado de Lima cuando ya habíamos encallado con nuestro propio iceberg. El FREDEMO era nuestro TITANIC, invencible, con excesivas luces de surrealismo mágico, soberbio navegante hasta su inevitable hundimiento.
Alberto hizo lo imposible por encontrar la prueba y sólo constató que una hoja había sido arrancada creando así el corridillo que se nos habían adelantado, con la venía de un importante prelado, posteriormente creado cardenal.
Vencidos por Fujimori con presta ayuda oficial y convertido en el señor presidente, con el Gordo comenzamos a juntarnos cayendo las tardes en el Delicass de Dasso. Nos hicimos conversadores dependientes y nos quisimos entrañablemente.
Cuando alguien maduro entraba al café saludaba a Alberto con la alegría de verlo y si nos descuidábamos, terminaba sentado en la mesa para escuchar el arte de la palabra, el anecdotario infinito del Gordo y sus ingenuos juicios políticos.
Derrotados, nos quedamos reunidos un nutrido puñado de libertarios. Era par cultural de Szyslo, de Cartucho Miró Quesada y acaso de ninguno más. El resto sabíamos lo que sabíamos y un grano más. Nos quedamos hasta enterrar legalmente la organización política.
El doctor Massa para muchos era un precursor ecuménico de la política, lo respetaban y gozaban de él hasta los marxistas germinados en colegios burgueses o públicos. No sólo por abogado, sino por bueno, por culto, por fina pluma y cultivada palabra. Tarareando recitaba, insinuando una voz imperceptible.
Observando la aparición de políticos sin cuño, Alberto respetaba mucho a todo político que cultivara las buenas formas y el conocimiento. Entre adversarios siempre ponderaba a Alfonso Barrantes, el primer alcalde socialista de Lima.
Como también alternábamos con el café Haití, en donde sus encuentros eran mesocráticos, una tarde sabatina conversábamos con un folclorista iqueño, quien tenía a Don Alberto como ícono del señorío de su tierra. Ido el admirador, veo entrar a Frejolito buscando mesa y el Gordo se percata y lo invita a sentarse. El doctor Barrantes lo conocía, lo leía en Oiga y tras intercambiar primeras esgrimas, el líder socialista se entubó en una conversación sobre la vieja Lima disfrutando del saber y del modo de contarlo del doctor Massa. Cada quién defendía la capital que le había tocado vivir, pero la unidad llegaba con las aspiraciones comunes de mejorar las cosas.
Tras su vasta cultura, transpiró el alma del agricultor iqueño, conocedor de los olores y sabores. Una vez comentamos de lo malo que era el chocolate sublime y Alberto me enseñó la fascinación de todos por “los sabores de la infancia”.
Producido el 5 de abril, nos juntábamos más seguido. De día en Dasso y ciertas noches en casa de Gustavo Mohme Llona para soñar conspirando o conspirar soñando de cómo darle fin a la dictadura, siempre llevados por el sargento, su leal chofer.
Muchas veces me llamaba a las seis de la mañana y me contaba lo que había conversado largas horas con su íntimo Briceño, quien vivía en Madrid. Por insistencia mía, almorzamos los tres en su casa y le entregué a Bryce un borrador de una novela para que opinara.
Tiempo después y vía el Gordo, recibí en mensaje de que la congelara y que la retomara después, lo que estoy presto de hacer no tan pronto.
Como Alberto era bajo y yo le llevaba más de una cabeza, Pedro, un tacaño impenitente, pendenciero, concurrente del café Delicass de Dasso y contrincante en tribunales, siempre vencido por el doctor Massa, nos saludaba con sorna indisimulada con un “buenas tardes don Quijote y su Sancho Panza, cómo les va”, cuando perfectamente sabía que el Gordo nos daba cátedra a los dos.
Ante tanta majadería, llegó la hora de la cuenta. Un día vemos que el fulano se nos acercaba. Alberto, sabía que un cliente del pendenciero era un millonario iqueño, que estaba en nueva York y le inventa algo así: Oye Pedro en vez de aburrirte y venir a joder, creo que hoy deberías ocuparte en recuperar a tu cliente Elías, porque antes de zarpar con su amiga Susana a Londres me llamó para encargarme el caso de la minera canadiense y creo estabas detrás de ese pez gordo. Sin saber que era cuento, Pedro empalideció y muy sudoroso casi se arrodilla implorándole compartir el cliente y el gordo le contestó, pregúntale al quijote y que él decida. Yo lo miro con aires de magistrado y le espeto, oiga Pedro, para que Sancho decida cómo le da una propina, llévele en una semana a su estudio el expediente a las 3 de la tarde. En ese día y hora nos esperaba la Comisión Política de Libertad para expulsar a un “corazón partido” a raíz de la convocatoria al CCD.
Pedro llegó puntualísimo al estudio y se encontró con una nota, “he declinado el caso, pero no jodas más”. En adelante nos trataba de doctores con pronunciadas venias y
siempre enviaba el mozo por si queríamos algo, que por cierto no consumíamos nada después de mucho retener la carta.
Casado con su maravillosa Delia, en su libro de cuentos con ojos de cocodrilo y cuya foto de contraportada se la tomó mi esposa Patricia almorzando los cuatro en la Granja Azul hace más de veinte años y que es la que ilustra éste testimonio, hay uno muy ingenioso y en el que creo encontrarme “novelado”.
Protegido por mi bella amiga María Paz Ortiz de Zevallos, dado que ayer estaba de cumpleaños con los míos, nos contó de su muerte muy tarde. Nos dio casi la media noche y sometidos a tanta tristeza y nostalgia, leímos el cuento y nos reímos con tamañas fantasías y ocurrencias.
Nos dejó Don Alberto Massa Gálvez, un Entrañable entre los entrañables.
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