Desde que existimos, con las evidencias de la etnohistoria, acariciamos o nos golpean sensaciones ligadas a las principales motivaciones que mueven a nuestro género, cada una con sus intensidades y ramificaciones. Actuamos y respondemos, conscientes o no, al amor, al odio, al placer, al interés y al temor. Estamos en permanente acción y reacción según nuestros móviles. Es la razón de ser perfectamente imperfectos, humanos. Dudamos, acertamos y nos equivocamos. Por ejemplo, erramos cuando creyendo que no amamos y damos esperanzas que no tenemos a quienes no deseamos, lo que equivale a egoísmo y negación respecto a las necesidades del alma ajena. Pienso en qué nos ocurre en ese momento oscuro, acaso el placer de hacer daño encadenándolo al odio y el interés de punzar una herida. También podemos hacerlo interesados en no desojar margaritas en una flor que nosotros apreciamos perdiendo pétalos y tornándose en marchita, vale decir, por temor a causar la pena ajena.
Arrastrados por la vida exponencial de la era disruptiva, empedrado camino para millones de almas diseminadas entre el cemento y la aldea envejecida, nos enfrentamos a desafíos que ni siquiera se perciben con la claridad y frescura de un mágico puquio serrano. Los mayores han sido descartados porque no se saben conducir con la tecnología invasiva. Así como el mendigo que toca nuestras puertas sin esperarlo, millones de congéneres no fueron preguntados si querían ser “modernos”. La resistencia de tantos a tantos cambios responde interés de no cambiar y o al temor de no poder. Y como en el diálogo del sabio con el necesitado, si no se acercan, el resultado va ser compartir la frustración.
La perfección de nuestra imperfección nos recuerda que somos hijos de la creación o de otro posible invento, insuflados en carne, hueso, sangre, órganos y conciencia, entidad ésta, actuante y pensante del alma. De estos temores, el que más nos horada la paz siempre deseada y y a veces alcanzada casi como espasmos, es la conciencia. A diferencia del resto de nuestros componentes, podemos creer que sabemos mucho, algunos desde torres mono neuronales creen saberlo todo. Pero ya nos recuerdan nuestros Apus diseminados en la faz terrenal, que el conocimiento más difícil y casi inexorablemente fijo como el horizonte de una llanura, es el conocimiento de uno mismo. Y la razón es el miedo o terror a conocernos tanto, a interpelarnos sin ropaje ni luces, que en la oscuridad del mar anochecido nos desvela con la luna que nos impide cerrar los dos ojos. La espiga clavada en el recuerdo de nuestra conciencia es la más fiel compañera. Porque erramos con frecuencia y tropezamos con andar baboso, porque a veces no ofrecimos sinceras disculpas y tampoco nos disculpamos con nosotros mismos, saber tan esquivo por desconocido, y cuando no, ingrato sin no hay enmienda.
También me interpelo respecto a la falta de amor al prójimo, don que si nos aflora sólo acontece en momentos muy convocantes y normalmente muy espaciados entre sí. Intento encontrar la razón de nuestra difícil existencia imperfecta, especialmente cuando actuamos como sociedad.
Desde las diversas ramas del pensamiento creo sí es posible ser mejores. La sumatoria de las partes constituyen un ser distinto y superior. Yo como ciudadano común puedo errar, como en efecto lo hice y aún hago en los muchos órdenes de la vida, pero cuando me adhiero como ciudadano a la ciudadanía colectiva, ésta es superior porque se infunda de valores superiores que se plasman en los principales considerandos filosóficos que garantizan libertades y fijan derechos para todos.
Entonces cual es la razón por la que fallamos personalmente de tal grado y magnitud que enfermamos a la sociedad. Si está enferma, como lo está, y si fuera nuestro cuerpo, algunos de nuestros órganos estarían en franca putrefacción.
Si esta interpelación que extiendo, no está mal encaminada de principio a fin, entonces ¿cuántas “certezas” obligados estamos a cambiar?; el cambio no es una acción buena per se, lo es cuando partimos de un conocimiento certero de uno mismo y de las limitaciones generales que compartimos, cuando aceptadas nuestras imperfecciones elevamos y exorcizamos la conciencia casi yaciente con acciones bien encaminadas con fines valiosos.
Procediendo así, volvemos a plantar nuevas y más margaritas en los parques de nuestra jungla disruptiva, y sólo cuando compartimos un sentido de pertenencia y tras, ello, acordamos fines y acciones que nos aseguren que el cambio es para bienes duraderos acordes con la dignidad humana que creemos que nos merecemos, es que podemos saldar nuestras deudas comunes.
En todos los países la pobreza se hereda y todo el ejército de enfermedades y carencias casi naturales y que tomamos como paisajismo costumbrista, pero la herencia que lastramos no cambiará si no nos educamos tempranamente desde los valores permanentes y que como tronco axiológico se desprenden de una sola entidad y condición, el bien.
Nos resultan sueños ideales sin siquiera podar acariciarlos. ¿Quién nos dice que como sociedad somos incapaces, o acaso padecemos de estulticia social?. Me refiero a nos, comenzando por mi propia tarea siempre pendiente, siempre con ese ojo abierto desvelado en la noche en el mar, a veces calmo, a veces revoltoso en mi procelosa travesía. Y aludo a la persona en tanto individuo, porque antes de ser copla se es único y en tanto único no podemos ni debemos sólo esperar que el otro haga lo que de mí no puede recibir nada de mayor esfuerzo que me despegue de mi zona de confort. Así nuestra naturaleza es más humana que el lenguaje mismo, dado que en tiempos inmemoriales nos entendíamos con señales básicas y todas siempre motivadas por el amor, el odio, el placer, el interés y el temor.
Pero la naturaleza humana no nos impide mejorar. De hecho, sostengo que no nos podemos acostumbrar a los males como naturales e invariables, invocando una reflexión de Bertolt Brecht, dramaturgo alemán que profundizó sobre estos menesteres y que ascendió a la inmortalidad reservada a los grandes.
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